Lo agarré, pero, espantado de mi violencia, me hizo en una mano con sus dientes una herida muy leve. Mi alma pareció que abandonaba mi cuerpo, y una rabia más que diabólica, saturada de ginebra, penetró en cada fibra de mí ser.
Saqué del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí, agarré al pobre animal por la garganta y deliberadamente le hice saltar un ojo de su órbita.

Me avergüenzo, me consumo, me estremezco al escribir esta abominable atrocidad.

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